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Uno de los debates más comunes de nuestro tiempo, durante estos últimos días aún más frecuente si cabe, es el que contrapone libertad y seguridad. En realidad se trata de una distinción falaz, pues la segunda es condición necesaria de la primera, ya que nada coarta más nuestra libertad que el miedo que provoca la inseguridad. El origen de este malentendido se lo debemos, al menos en parte, a Erich Fromm y a su libro —por otra parte bastante recomendable— El miedo a la libertad. Para quien no lo haya leído venía a decir que el auge del protestantismo en el siglo XVI y del nazismo en el XX tenían una misma raíz, anunciada en el propio título de la obra. La modernidad traería consigo una ruptura de los lazos que ataban al individuo en las sociedades tradicionales, lo que genera tanta independencia como desasosiego. De manera que, expulsado de ese apacible útero a un mundo en el que debe manejarse en plena libertad, el sujeto intentaría rehacer como fuera ese vínculo primitivo, bien a través de un mayor rigorismo religioso o de una ideología totalitaria.
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