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Noé Quetzal Méndez tiene 38 años, la cara redonda y un lunar cerca del ojo izquierdo. En la fotografía anexa a su ficha policial parece un cantante venido a menos. La cirugía estética con la que intentó burlar al FBI le ha acartonado el rostro. Quienes lo conocen bien dicen que no se parece en nada a aquel adolescente regordete que desde muy pronto, casi siendo un niño, comenzó a prostituir mujeres en Tenancingo, un pueblo de campesinos situado a 100 kilómetros del Distrito Federal. Expandió su negocio por Estados Unidos y cruzó en la frontera a más de cien menores de edad. Cada cierto tiempo volvía a su tierra como el hijo pródigo. En la entrada de su municipio, de 11.700 habitantes, se suceden mansiones ostentosas y horteras junto a casitas humildes acabadas con retales. Los adolescentes del pueblo saben que las primeras construcciones pertenecen a los proxenetas, los mismos que llenan cada año de dólares el manto del arcángel San Miguel cuando sale en procesión. Las segundas son propiedades de campesinos, unos don nadie a ojos de los jóvenes. El oficio de tratante de personas en este lugar es hereditario. Familiar. Pasa de padres a hijos, de generación en generación. “Quiero ser sicario padrote (proxeneta)”, dijo delante de sus compañeros de clase un chico de 13 años el mes pasado. Se le adivinaba un bigotillo fino sobre la comisura de los labios.
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