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México ha abierto la puerta a un vendaval. Justo cuando se disponía a asombrar al mundo con el fin de 76 años de monopolio estatal del petróleo, el mundo le ha sorprendido con una vertiginosa caída del precio del crudo. El impacto ha sido fulminante. La salida a concurso de los primeros yacimientos, la denominada Ronda 1, cuidada al extremo por el Gobierno federal, consciente de que era la más importante apuesta económica de México en décadas, se ha topado con un escenario yermo, marcado por un barril WTI (West Texas Intermediate, de referencia para América) a unos 45 dólares, cuando seis meses antes, en pleno debate de la reforma energética, alcanzaba los 100. Las consecuencias de este salto al abismo no se han hecho esperar. El peso se ha depreciado, la Bolsa se ha desinflado y el desánimo surgido a remolque de espantos como la tragedia de Iguala ha tomado cuerpo económico. Un viento gélido empieza a colarse por todas partes. Pemex, la petrolera pública, ha iniciado, como BP o Shell, un recorte de los servicios contratados, y el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, ha reconocido la posibilidad de un tijeretazo en el gasto público. Pero más allá de los ajustes internos, el hundimiento del crudo ha sacado del armario el fantasma más temido por el Ejecutivo: el posible fracaso de las licitaciones petroleras, la joya de la corona de la era Peña Nieto y a la que el presidente ha ligado su futuro.
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